viernes, 2 de abril de 2010

'Patafísica y otras maneras de vivir a tiempo


¡Houellebecq! Fernando Arrabal. Hijos de Muley Rubio. Madrid. 2005. 206 pp.

Textos escritos entre 1987 y 2004: jaculatorias, definiciones, arrabalescos, entrevistas, poemas y conferencias. Arrabal en su salsa: juego, fértil confusión, vitalidad e inteligencia.

Sátrapa ‘patafísico (pues con apóstrofo lo quería Jarry y así afirman los iniciados que ha de escribirse cuando nos referimos a la actitud patafísica consciente y deliberada), Fernando Arrabal reúne en este volumen, adornado con fotos hechas por Lis y un grabado, “La Talibana” (una especie de moza a lo Manara que bien podría portar un libro, aunque fuese erótico, además del culo al aire y el burka recortado), sobre un dibujo de nuestro autor; reúne en este volumen, decimos, parte de lo escrito sobre su admirado Houellebecq (de quien Alfaguara publicará en noviembre su nueva novela La posibilidad de una isla), a quien se refiere como poeta (en España sólo se ha traducido uno de sus libros de poesía, Renacimiento) y matemático (por lo visto, de niño fue un prodigio de las matemáticas), y con quien comparte su interés por la ciencia y a quien mima y acoge por algo más que por compartir objetos de la curiosidad.

Es de agradecer la nueva imagen que nos da del escritor francés: lejos de la que se podía tener, la de un cínico obsesionado por el sexo y proclive en exceso al escándalo, vemos a un Houellebecq recogido, melancólico, lúcido, severo y tierno. Es de agradecer porque la otra imagen del francés, ahora lo vemos, era falsa. Houellebecq pasea con su perro Clemente, se aísla en islas irlandesas y españolas, piensa sobre Dios y la muerte y hace de su memoria (de su soledad) campo de siembra.

Puede dividirse el libro en tres partes. En la primera se traza el camino de aproximación de Arrabal a Houellebecq: vemos cómo Fernando tiene noticia del que será su amigo y cómo, en estricta coherencia con su idea pánica del mundo (entre la confusión, el azar y la entropía), da cuenta de los epifenómenos (en línea –elíptica, para abundar en lo ‘patafísico– con la ciencia faustróllica) que son las coincidencias o puntos de encuentro (atractores extraños) entre ambos (sin ambos saberlo). La segunda parte se dedica al juicio celebrado en 2002 contra Houellebecq por delito de opinión, proceso que hace que en el melillense palpite de forma novísima, intensa, la huella de su propio proceso de 1967, y que constituye un alegato en favor de la libertad creativa (y en contra de la conjura de los necios). En la tercera parte la presencia de Houellebecq se adelgaza como una de las quintaesenciadas obras para cuerda de Webern, y del poeta ofrece Arrabal sutiles apuntes de intimidad.

“La ingenuidad es el grado más alto de la genialidad, como la bondad es el grado más alto de la inteligencia” (p. 16). Arrabal es lo bastante inteligente (es decir, de sobras) como para darle a la inteligencia toda su importancia y no encerrarla en la caja de la razón de los cálculos improvisados (pero interesados) y las ponderaciones apriorísticas (maquinales), y esta concepción de la inteligencia está en consonancia con el uso que hace de ella: su idea de la inteligencia, subordinada a la memoria (su humus) y libre de paradigmas (las nefastas ideologías de las que habló Fichte), es la manifestación de la propia inteligencia: religada a la realidad, anillada al conocimiento, hambrienta (saciada) de lo invisible (de lo infinitesimal, la esencia o Dios), y comprometida con lo moral. Arrabal no tiene miedo de hablar de clones, de interesarse por la fusión biotecnológica y, al mismo tiempo, predicar una vuelta al neo-kantianismo o prenietzscheano (como Nietzsche predicaba la vuelta a lo presocrático), defender a ultranza el altruismo, entusiasmarse con el ajedrez (hablando de la apertura chocolate, atención a las patafísicas partidas entre Bobby Fischer y Bin Laden en hechiceros.ods.org) y proclamar la inocencia como método (más radical, así, que el anarquista epistemológico Feyerabend), defender (sin romanticismos) la existencia del genio, y preguntarse por Dios sin encomendarse a él a la hora de criticar (qué falta nos hacen los Arrabales) el cotarro literario (cultural, intelectual, si lo hubiera) de nuestro país. Parte de los humanoides (también los que se las dan de escritores) tenemos “el alma aplomada por la intrascendencia” (p. 79).

Hay mucho tuerto y mucho ciego en el día literario (que, así, visto a través de sus ojos, más parece noche de tinta y letras corridas). Ciegos que hablan de escuelas, partidos, tendencias, política y ombligos (sobre todo del suyo). Ciegos que son escritores, editores, críticos y mecenas (o funcionarios, a secas). Ciegos que nada tienen que decir y vocean (o susurran, y estos son los peores) sonidos espurios. Y tuertos que citan a Wittgenstein, o a Heidegger, y que usan una (o dos) palabras sacadas sin piedad (ni coherencia) de la nomenclatura de alguna ciencia (física o metafísica) para jugar a ser un poco más listos que los demás. Pero falta la gran visión (léase sobre esto, y otras cosas de interés para el lector de esta obra que reseñamos, en el Preludio en cuatro movimientos de Grothendieck: “En nuestro conocimiento de las cosas del Universo (sean matemáticas o no), el poder renovador que está en nosotros no es más que la inocencia”, según traducción de Juan Antonio Navarro González), el punto de vista personal, hondo, único, interior, informado (in-formado): la sabiduría (como expresión del mundo a partir de la impresión del mundo), que puede gustar más o menos, que puede convencer menos o más, pero que es lo único que se sostiene sobre sí mismo (aunque siga soñando, y quizás porque sigue soñando, con el teorema de Gödel 1931) y que es fiel y plena existencia. Lo que tenemos es un montón de escritores que si leen poesía no leen prosa, que si leen literatura no tienen ni idea de filosofía, ni de matemáticas, ni de física, ni de economía. Tenemos eso tan grande, en apariencia, que es un poeta (¿o no eran grandes Hölderlin y Rilke?), convertido en un fragmentado ser incapaz de acudir a todos los fragmentos de su mundo y del mundo, o incapaz, en el mejor de los casos, de organizar los fragmentos en un todo (o en un todo que sea la imposibilidad de ensamblar los fragmentos porque su visión, su sabiduría, su coherencia le dicta que así es, con lo que ya no tenemos una fragmentación por imposibilidad, sino como conclusión, o al menos como certeza o hipótesis transitoria). Son poetas que cogen de aquí y de allá, pero que no crean las palabras (cómo, pues, van a crear un discurso/mundo), que las emplean porque suenan bien o porque saben que la mayoría lee menos que ellos. Así, cuando Nietzsche estuvo de moda se pusieron también de moda palabras que fueron usadas inútilmente, pues cada palabra que se toma de un todo porta ese todo, y si no se acepta ese todo, ¿qué sentido tiene la palabra? Así, cuando se divulgó (vulgarizó, tergiversó) la “relatividad” einsteniana sufrimos estupideces extralimitadas y paladinas sandeces. Hoy los más avanzados (y no dejan de ser algo lentos) dicen fractal y hablan de copos de nieve y no saben qué hacer con z1 = z02 + c, ni son conscientes, por ejemplo, de que los fractales, en puridad, son idealizaciones. Los más listos no conocen (y esta de oídas) más lógica que la aristotélica, y no saben qué hacer (aunque no se les caiga de la boca) con (¿el primer, el segundo?) Wittgenstein (vamos, ni con el “barbero” de Bertrand Russel). Otros osados se apuntan a la matemática cuántica (es decir, al gato de Schrödinger) y perpetran con la incertidumbre de Heissenberg la misma barbaridad que con la relatividad de Einstein. Los hay que se apuntan a la física de partículas (pero no les preguntes por los muones; bueno, ni por la diferencia entre masa y peso) y los hay que se adhieren a la cosmología (pero no saben salir del horizonte de sucesos de la singularidad de su compostura: cuarta acepción de la palabra en el DRAE). Pero hay más (y peor): los hay que dicen “dios”, “alma”, “ser”, “nada” (aquí ya no es necesario estudiar, ¿no?), y mienten, porque acuñan monedas falsas. Y podríamos seguir: los que leen a Heidegger no leen a Schleiermacher, los que conocen a Planck no han oído hablar de la constante que lleva su nombre, los que se regodean en los sonidos del “agujero negro” no tienen nada que decir de la materia oscura fría. Y, lo que es peor, lo verdaderamente malo, nadie tiene tiempo para pensar, así que se picotea de aquí y de allá y se mancillan las palabras y su sustrato y ya no se habla de nada (ni de la nada), sólo se fabrican secuencias de ruidos (ensambladas, sin embargo, por la intención de hacerlas pasar por cadenas de sentido). Y uno se pregunta: ¿cómo ser poeta, cómo llamarse poeta y estar tan lejos de la realidad? ¿Será verdad lo que decía Platón: “Mucho mienten los poetas”? ¿Por qué, por ejemplo, la obra de Houellebecq ha llamado la atención de Arrabal? Podemos suponer que por ser reflejo novedoso y fiel (imprescindible) de la realidad y porque posee una coherencia, una sabiduría que le permite sostenerse por sí misma. (Véase el uso que se hace de cuestiones científicas en Las partículas elementales, un uso acorde con, inmanente a la visión global de Houellebecq sobre la realidad, la literatura y el papel de las ideas en ambas, y el empleo, meramente retórico, apenas metafórico, que la estilista Belén Gopegui hace de palabras propias de la ciencia físico-química en la excelente novela La escala de los mapas). Y, claro, uno tampoco puede dejar se preguntarse: ¿Qué sucede cuando los tuertos y ciegos son los editores y los directores de revistas? ¿Qué sucede cuando los que “llegan” y saben guardan silencio (y no es, precisamente, el silencio místico, hamletiano y wittgesteiniano)? Y no, no se trata de defender una poesía escrita por hipertrofiados de la cultura: se trata de desenmascarar a los sólo hábiles y a los meros brutos, porque inocencia e ingenuidad no es ignorancia ni estupidez; es más, parece que son apenas posibles sin una inteligencia numinosa (y qué duda cabe que la cultura ayuda a cristalizarla y ampliarla siempre y cuando no se caiga en el sectarismo y la anteojera); y, desde luego, inocencia e ingenuidad han de acontecer “a pesar” del “peso” del conocimiento, rara vez sin él y jamás sin intimísima y estricta reflexión; y, por encima de todo, inocencia e ingenuidad son antítesis de mentira y afectación.

Pues bien, Arrabal no es ni ciego ni tuerto. Ni tiene miedo. (Por eso, cuando en la revista Pliegos de Yuste, en el año 2004, le recuerdan lo que escribió allá por 1966: “las bases de la cultura española son la timidez, la incultura, el patrioterismo, la mediocridad y la ignorancia”, Arrabal ni se retracta ni apunta que haya cambiado la situación en el presente). Su pariente más próximo puede ser Borges: otro poeta, otro creador de mundos, otro esteta que sacó de su interior (de su ingenuidad y de su enciclopédico conocimiento) el fundamento (y unidad y sentido) de todo lo que decía. Por eso, Arrabal puede permitirse decir riendo que ahora se dedica a “reconstruir patafísica y pánicamente el universo”, y que su deseo es “reconstruir poéticamente España”. Ojalá. En él no es jugueteo huero y retórica parda escribir “Encerrado en la nada el cero se siente infinito emperador de acero” (p. 125), “El infinito, desde el cero, trató de alcanzar la nada y cayó en el vacío” (p. 127), o “Genoma: Nuestra propia tragicomedia con cuatro únicos personajes, ácidos” (p. 128), pues existe la misma lógica (y profundidad) que subyacía en Jarry (matemático de pro o pro-matemático) al escribir el capítulo XLI de Gestas y opiniones del Doctor Faustroll, titulado “De la superficie de Dios”, y en el que se define a Dios como “la menor distancia entre 0 y el infinito” y se demuestra que “DIOS ES EL PUNTO TANGENTE DE CERO Y EL INFINITO” en uno de los más hermosos poemas (en prosa, en matemáticas, en prosa matemática: en poesía) de la literatura universal.

Por lo demás, hasta los errores (¿de memoria?) de Arrabal (como los errores antropológicos de Freud o los filológicos de Nietzsche) son la mar de fecundos. En la página 54 se hace eco de la polémica surgida en marzo del 2004 con motivo de un artículo publicado en la Revista de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales en el que Baltasar Rodríguez-Salinas (con guión, no como aparece en el libro de Arrabal) pretendía demostrar la existencia de Dios (la respuesta pública de Carlos Andradas Heranz, presidente de la Real Sociedad Matemática Española, nos recordó que debemos alejarnos de lo anecdótico y ponernos al servicio del conocimiento para, así, valorar lo que tenemos en casa). Pues bien, Arrabal convierte el título del artículo, Sobre los big bangs y el principio y el final de los tiempos del Universo, en Sobre los big bangs, el prión y el final de los tiempos del Universo, lo que le da pie a defender al catedrático (tal vez sin mucho fundamento, es decir: sin haber leído el artículo) y a largarse por las peteneras prionísticas, tan de su gusto, no sin dejar perlas sobre el pensamiento sin prejuicios.

Para terminar, a los Hijos de Muley Rubio habría que decirles que editar no es publicar, pues publicar es encuadernar y poco más. No se entiende, pues, y menos a este precio, la cantidad de errores (hemos contado once sin querer buscar por lo menudo) que deslucen el libro. Y el que menos se entiende es un “dió” en la página 126. Para leer esto podemos acudir a www.arrabal.org, donde el mismo artículo aparece con la misma falta de ortografía. Y gratis.

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