domingo, 23 de mayo de 2010

Holmes-Moriarty. Recuerdo de una partida (casi) desconocida


Sucedió en 1883, durante la primera ronda del London International Tournament. Así nos lo cuenta Fritz Leiber en The Moriarty Gambit. Holmes jugaba como S. Vernet (usaba el nombre de soltera de su madre), y Moriarty no se ocultaba bajo ningún pseudónimo porque todavía no había dado con su enemigo, es decir, con su álter ego. El torneo, en el que participaban, entre otros, Steinitz y Chigorin, lo ganó Zukertort, quien luego se enfrentó contra Steinitz en 1886 por el Campeonato del Mundo (tres meses de combate) y se hundió en las últimas partidas y tras la derrota se hundió para morir dos años más tarde. En cualquier caso, no sabemos qué hubiese sucedido en Londres si Holmes no se hubiese retirado: ¿habría superado a Zukertort y Steinitz? Jugaba el Holmes Ilimitado, ese Holmes que no podía hacer nada a medias y que siempre se cernía sobre el Holmes Limitado para extralimitarse en el dominio de cualquier poder-posibilidad. Todos sabemos que así como el enemigo de Moriarty era Holmes, el enemigo de Holmes era él mismo: ni siquiera había en su interior dos Holmes, el Limitado y el Ilimitado, sino decenas, cientos, miles de Holmes que le tentaban a su exploración sólo para probar, a través del poder-poderío, sus propias posibilidades. La inteligencia de Holmes era lo que es toda inteligencia: una agónica lucha no por ir más allá de los límites, sino por llevar los límites más allá. Moriarty poseía una gran inteligencia, pero era una sola inteligencia. Así es como se comprende que usara, por primera vez en la historia del ajedrez, la defensa Tarrasch y el gambito Hennig-Schara (el gambito Moriarty, como nos dice Leiber que le gustaba llamarle Holmes a 4… cxd4), y, con todo, no saliese victorioso del encuentro. Un encuentro en el que Holmes sacrifica las dos torres y en el que el tablero de ajedrez se queda tan pequeño que a partir de entonces se amplía y cobra el tamaño del mundo para que Holmes y Moriarty, y todos los Holmes contra todos los Holmes, sigan jugando la partida de la vida y la muerte y la vida y las vidas.


(Vídeo creado a partir del programa ChessBase)

sábado, 15 de mayo de 2010

El ajedrez en el cine


Batlle, Guillermo. El ajedrez en la pantalla. Barcelona: Publicacions e Edicions de la Universitat de Barcelona, 2009.
O “Emoción y desazón”, podría titularse también esta breve reseña. Como noticia, es una buena noticia: en este país se ha escrito y publicado un libro en el que se pone en relación el cine y el ajedrez. En cuanto que ha sido escrito y publicado en este país, no es tan buena noticia.

En la solapa leemos: “Tras años de estudio sobre la presencia del ajedrez en el cine, ha dado a luz el presente libro especializado que viene avalado con un prólogo […]”. Lo que el lector atento hace en estos casos es correr a la bibliografía, que pocas veces engaña. Y allí leemos un título de Bob Basalla, Chess in the Movies, publicado en Estados Unidos, y otro de Joaquim Romaguera, Presencia del deporte en el cine, publicado por las instituciones andaluzas; no quiero decir que la bibliografía no sea más extensa: quiero decir que sobre el particular que ocupa al autor estos son los únicos títulos que pueden tener algo que ver con la relación entre ajedrez y cine. Así que o bien el autor no ha tenido tiempo de leer más sobre el asunto, o no hay mucho donde rascar. Y podemos aventurar, sin temor a perdernos, que estamos ante esta última posibilidad. De ahí que el libro de Guillermo Batlle resulte tan valioso (en general) e impensable (en España).

Y es que Guillermo Batlle cuenta con todo nuestro agradecimiento y admiración, y cumple lo que el prologuista, Javier Ochoa, describe como máximo valor de la obra: “En este sentido, el libro de Guillermo Batlle El ajedrez en la pantalla es una magnífica contribución para que todos los amantes del ajedrez enriquezcamos nuestra cultura y ampliemos nuestro conocimiento sobre la presencia del ajedrez en el cine” (p. 13). Porque no cabe apenas duda de que serán los amigos del ajedrez, más que los muchos tipos de entregados a las pantallas (grandes y pequeñas) quienes disfruten de este libro. Y esto es así, entre otros factores, primero, porque es más probable (a pesar del lógico cálculo de probabilidades) que un aficionado al ajedrez también tenga cierta afición por el cine, que al contrario; segundo, porque es más probable que un aficionado al ajedrez sienta la necesidad de “coronar” su juego favorito a través de la socio-sublimadora labor del arte, que al contrario; y, tercero, porque sí, y en este porque sí se ocultan todas las razones que no se pueden desvelar en público sin caer en lo políticamente incorrecto.

No podemos dejar de admirar al autor, y, al mismo tiempo, no podemos dejar de pensar que el libro podría haber dado mucho más de sí. Desde luego, para los amigos del ajedrez y las anécdotas, el libro es un dechado de datos. Lo más importante, sin embargo, radica en que el libro no es ni más ni menos que una lista (más o menos inflada, más o menos ordenada, más o menos selectiva, más o menos bien redactada) de títulos de películas que dan pie a que llegue alguien con la suficiente paciencia como para verlas de forma sistemática y realizar, por ejemplo, un análisis retórico-estético-hermenéutico-semiótico sobre el ajedrez en el cine. Y esto no es poco, y cualquiera que lo piense (y que hubiese pensado hacer algo semejante) lo puede jurar.

Pensemos que de las veinticinco películas seleccionadas, doce son adaptaciones de obras literarias. Y sí existen textos que analizan el papel del ajedrez en las obras escritas. No es esta la intención de Guillermo Batlle (y de todas formas hace sus pinitos, y no de forma descabellada, como puede leerse en la página 119), y por eso no hay que dejar de elogiar su trabajo y sus pretensiones y, sobre todo, el valor de este logro que es su libro y que con el tiempo irá haciéndose imprescindible (y, por lo tanto, estimulante: corregible, aumentable). Desde luego, la bibliografía vuelve a darnos pistas sobre el alcance de la obra: se citan sólo dos novelas, la de Ian Fleming (en traducción al castellano) y la de Pérez-Reverte.

Quizás este haberse encerrado en el espacio oscuro y vacío que posibilita el mejor visionado de las cintas, y no haber salido al aire fresco que mueven las páginas de los libros al ir pasando entre nuestros dedos, es lo que ha provocado “cosas” como las siguientes: “El cine y el ajedrez poseen un importante vínculo común: ambos son un arte y también es arte un film inolvidable o una partida de ajedrez inmortal. Sin olvidar a todos los profesionales delante o detrás de la cámara cinematográfica, a los maestros de ajedrez frente al tablero, así como el lugar o entorno en que suceden y se desarrollan las circunstancias, acontecimientos, hechos, etc. que son motivo o causa de numerosas anécdotas y curiosidades recopiladas aquí, tras previa selección, bajo el título de miscelánea” (p. 132). Sobran los comentarios. En la cuestión de la edición y la publicación en este país acaban sobrando los comentarios. No es culpa del autor, que bastante ha hecho, y este bastante no se ve ni rozado por la ironía: su trabajo, repetimos, crecerá con el tiempo. Es culpa de sus amigos, consejeros y aquellos que han propiciado que leamos un libro plagado de “el juego-ciencia” y adjetivos que no son ya enemigos de los sustantivos, sino enemigos de sí mismos; un libro en el que se lee “El polifacético Charles Chaplin” (p. 133), “Perteneciente al telón del acero” (p. 49), “vedettes” y “technicolor” (p. 18), un “que” en la página 104 en que se echa de menos la tilde, o “clubs” (p. 129), por no insistir más. Y estos errores, aunque se le pueden achacar al autor, son responsabilidad última de los editores. Al autor quizás se le pueda criticar que insista en citar Alicia en el País de las Maravillas en vez de Alicia a través del espejo, o que parezca, en su empeño de relacionar (casi mendigando la relación, como si el ajedrez necesitase mendigar; parecería, ya puestos, que el cine no respeta nada que no sea el cine, como si no pudiese salir de la superficial superficie de su medio para el más cómodo de los órganos sensoriales; como si el cine fuese más antiguo y más elevado que el ajedrez, condenado este a parasitar donde sienta sus reales la mayoría; y hay que ver qué otro trato concede al ajedrez la Literatura); o que parezca, decíamos, que el autor se empeñase en relacionar el ajedrez con el cine a toda costa, como parece inducirse del punto octavo de la sección “Anécdotas y curiosidades”, donde se pone en relación la ciudad de Los Ángeles con el ajedrez a través de la Copa Piatigorsky (y cualquiera que sepa algo del matrimonio Piatigorsky no puede dejar de sonreír maliciosamente cuando, de rondón, se relaciona a este con cierto tipo de visión estúpida y pecuniaria – con perdón de la rebuznancia – propia de Hollywood y sus aledaños); o como también parece que sucede con su lista de “Aficionados célebres”, en la que aparece Woody Allen y Arnold Schwarzenegger separados por el alfabeto pero unidos por el celuloide (y parece que también por el ajedrez). Y ya que se nos citan y se nos recitan títulos de autores en inglés de mediados del XIX, echamos de menos la versión que en los años noventa la BBC hizo de la novela de Anne Brontë The Tenant of Wildfell Hall.

Y si hemos empezado por una reflexión de tonos sombríos sobre el panorama cultural y editorial en este país, ha sido para terminar elogiando el trabajo de Guillermo Batlle (que no merece esta edición, la haga un tendero de libros o un departamento universitario: no tiene perdón). En este libro podemos ver partidas de Napoleón (pp. 30-31) o de Humphrey Bogart (pp. 34-35); nos enteramos de que existe una cinta en la que podemos ver a Capablanca, Lasker o Marshall (p. 26); conocemos la historia del falso autómata y la historia muy real de los ordenadores que vencen a los humanos; nos entretenemos reproduciendo la partida de la página 40 con el siempre espectacular mate de la coz; nos informamos de cuál es la partida más antigua conservada de las jugadas con las nuevas reglas, y en qué película aparece (p. 42); podemos atrevernos a pensar en el significado histórico y semiótico de las películas que se citan rodadas en los años sesenta y, a renglón seguido, podemos reflexionar qué supuso la victoria de Bobby Fischer sobre Spassky en 1972 tanto para lo que rodea al ajedrez como para las manifestaciones socio-político-culturales en las que esta victoria quedó reflejada y dejó sus huellas.

Guillermo Batlle sabe mucho más de ajedrez que de cine; y mucho más de cine que del arte de escribir. A Guillermo Batlle sólo cabe elogiarlo y darle las gracias. A sus consejeros y editores hay que llamarles la atención con dureza. El ajedrez en la pantalla es un conspicuo ejemplo de combinación entre esfuerzo y limitación personal, y, sobre todo, de magnífico trabajo personal y catastrófico trabajo (porque no hay trabajo) editorial. Este libro hace sospechar que se puede hacer infinitamente mejor, y por eso estimula a hacerlo infinitamente mejor. De todo esto, Guillermo Batlle sólo es responsable de lo mejor: el esfuerzo, la ilusión, la información, la obra. Enhorabuena y gracias (al menos desde el flanco de los amigos del ajedrez).


Un último apunte. Guillermo Batlle nos ofrece, para ilustrar la entrada sobre la película Night Moves, con guión de Alan Sharp, una interesante partida (p. 68). Ahora bien, en la novela de Sharp se lee: "Emmerich and Moritz had, it appeared, played chess together in 1922 at a place called Bad Oeynhauen and Moritz, playing Black, had severely fucked up. Moseby, with a considerable sensitivity to the art of fucking up, studied this particular instance with a pained delight". (HOCHBERG, Burt (ed.) The 64-Square Looking Glass. New York: Times Books, 1993). Moritz comete un error garrafal en el movimiento 26, lo que le lleva a abandonar dos movimientos más tarde, cuando tenía el mate en cuatro movimientos con sacrificio de dama incluido. A continuación ofrecemos la partida (incluyendo, entre corchetes, la variante que no se jugó) en notación algebraica. (Imagen hecha a partir del programa CBLight).

viernes, 7 de mayo de 2010

La partida cerrada de la culpa en el tablero de ajedrez metafísico del mundo

[Vieira da Silva, La partida de ajedrez, 1943]

Allan Murchison quiere la clave de las casillas, no de las piezas: la solución a las relaciones espaciales que transforman las piezas, su poder-posibilidad. No la quiere: la tiene; y no la tiene: es la clave. Y ser la clave es ser culpable.

El hôtel des Vagues figura la naturaleza fractal de lo real, la mise en abyme no metafórica que pretende ir más allá de la metafísica romántica de las metáforas espaciales de la verticalidad. Un intento de solución que pretende lo esencial y nombra al mundo esencia de esencias y, por lo tanto, caos de esencias, esencia sin esencia, no-esencia, pues todo es esencia y caben todas las esencias. La paradoja del infinito en lo finito y de lo inmutable en lo cambiante se antoja necesariamente una necesidad de la mente por ir más allá de sus límites, como si la conciencia habitase fuera de sí misma y fuese capaz de abandonar su solipsismo para cobrar conciencia, sólo así, de sí misma como huésped, no como posada: su ser será estar de paso hacia sí misma en un cambio que nada cambia.

Lo posible, por lo tanto, no está por encima de lo real. Más bien, el ser está sobre lo posible como flotando sobre un abismo. El ser no echa raíces en lo posible y lo posible no es fontanal creador de formas del ser: las manifestaciones del ser proyectan la sombra de lo posible como fracaso, como horizonte inalcanzable, como espacio cada vez más abierto a medida que el ser se manifiesta en formas diversas. Lo posible subyace al ser y no lo conforma, no le da formas: lo posibilita, y el ser se conforma con sus formaciones sucesivas, inagotables, que no agotan lo posible y, así, gime el ser, con cada metamorfosis, por ese desarraigo del origen, por ese nunca poder ser lo que puede ser y por eso mismo ser siempre lo que es: el ser que siempre será. Porque tampoco lo posible está en el ser: el ser siempre será hasta que deja de ser para no-ser, y este será es el flotar sobre el abismo de lo posible.

El único crimen irredimible, se lee en Un Beau Ténébreux, es la implacable y cotidiana destrucción de posibilidades. En la entrada del 19 de julio del diario de Gérard se describe el primer encuentro entre este y Allan ante un tablero de ajedrez. Allan resuelve el problema que ocupaba a Gérard y luego le gana jugando una partida cerrada. Allan no atiende a las piezas, sino a las casillas: es el tablero lo que importa y él se limita a extralimitar el sueño del tablero para despertarlo a su poder-poderío, a su realidad no-mítica. Descubrir el poder de las casillas es describir –no controlar ni predecir– las posibilidades de las piezas. Sólo puede ser una descripción, pues las piezas están trágicamente destinadas a descubrir su ser en la casilla que ocupan y el será de su ser en cuanto se vean desplazadas a otras casillas. No realiza Allan los movimientos: estos se suceden porque Allan es la clave que interpreta el palimpsesto del tablero y su mera presencia, arúspice del ajedrez, hace que el tablero se desembarace de sus movimientos no manifestados.

Descubrir es crear en el mundo cerrado del ajedrez, en las leyes cerradas del mundo: el único azar posible es la creación, y lo demás es error, nada. No hay mito, no hay distancia entre el ser y lo posible: el mundo se crea y se destruye constantemente, y el abismo abisma al ser en sí mismo. Lo que sin conciencia queda tan lejos en la vida cotidiana, eso que impide vivir (y vivir en la vida cotidiana es no vivir a conciencia); eso en la distancia lo trae Allan porque Allan lo es: el mundo, el mundo como posibilidad inalcanzable e insoslayable.

Allan o la responsabilidad ontológica; Allan o la relación metafísica con el Otro: Allan es culpable de ser el fundamento del Otro como abismo, de abismar al Otro. Culpable de abandonar en lo inhóspito (y sin él sólo queda lo inhóspito) a unos seres ante los que se ha mostrado (y él es lo real, el mundo) y a los que ha mostrado lo inhóspito sin él (y ya no pueden evitar su conciencia). Culpable de crear y no de destruir, sino de crear y dejar (de) ser. Culpable de jugar no para ganar, no con otros jugadores, no teniendo en cuenta las piezas, ni las suyas ni las de los otros, sino por mor del juego, sin nada que importe salvo el ajedrez, el tablero ni siquiera con las piezas dispuestas en las casillas de salida: el tablero desnudo, sólo casillas, todas las combinaciones, formas y manifestaciones concentradas, abismadas en los espacios blancos y negros. Culpable de posibilitar todo lo posible. Culpable, por lo tanto, de la única culpa metafísica: culpable de lo imposible. Culpable irredimible: culpable de ser y no ser. Culpable de decirle al Otro la verdad, de ser la verdad del Otro.