viernes, 10 de septiembre de 2010

Kafka o la soledad

Boulter’s Lock, Sunday Afternoon (1895). Edward John Gregory


"Él se acuerda de un cuadro que representaba un domingo de verano en el Támesis. A todo lo ancho estaba el río lleno de barcas que aguardaban la apertura de una esclusa. En todas las barcas había alegres jóvenes vestidos con ropa ligera, clara, casi tumbados, entregados libremente al aire cálido y al frescor del agua. A consecuencia de esas cosas comunes la sociabilidad de aquellos jóvenes no quedaba reducida a cada barca aislada, las bromas y las risas se transmitían de barca en barca.

Se imaginaba entonces que él mismo estaba de pie en un prado junto a la orilla – las orillas apenas aparecían insinuadas en el cuadro, todo estaba dominado por la aglomeración de las barcas. Él contemplaba aquella fiesta, que en realidad no era una fiesta pero que, sin embargo, podía llamarse así. Tenía, naturalmente, muchas ganas de participar en ella, pero tenía que decirse francamente que estaba excluido de aquella fiesta, le resultaba imposible integrarse en ella, eso habría exigido unos preparativos tan grandes que en ellos se habrían consumido no sólo aquel domingo, sino muchos años e incluso él mismo, y aun si el tiempo hubiera querido detenerse no habría sido posible alcanzar ningún otro resultado, toda su ascendencia, su educación, su formación física tendrían que haber sido de otra manera.



Muy lejos quedaba él, por lo tanto, de aquellos excursionistas, pero por eso mismo, sin embargo, estaba también muy cerca a su vez, y esto era lo más difícil de comprender. Pues también ellos eran seres humanos como él, nada humano podía serles completamente ajeno, así que si uno se escudriñaba a sí mismo tenía que encontrar que también en ellos habitaba el sentimiento que a él lo dominaba y lo excluía de aquella excursión por el río, solo que ese sentimiento estaba, desde luego, muy lejos de dominarlos a ellos, únicamente aparecía como un fantasma en alguno de los rincones oscuros de su ser" [2.11.1920]

(KAFKA, Franz. Diarios. Barcelona: DeBolsillo, 2006, pp. 522-3).
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Podemos imaginar a Kafka ante el cuadro festivo. Es alto, pulcro, serio, viste un impecable traje negro. Podemos percibir un leve gesto en su rostro que delata el ansia por sumergirse en el cuadro, por entregarse al bullicio y disfrutar de la tarde, las risas, las chanzas, las muchachas. Kafka observa la pintura con aparente calma, pero las ideas bullen en su mente. Finalmente, taciturno, gira y se aleja hacia su mesa de trabajo y, en silencio, escribe, respira libre, da rienda suelta a su desesperación. Piensa, se piensa, nos piensa. Cada una de sus palabras desvela en el lector, asombrado, un recoveco del alma. Sus profundos ojos ven más, hacia lo alto, lo más bajo, dentro. Y cada nuevo descubrimiento le ofrece nuevos horrores.


Kafka no puede huir de sí mismo, no puede sumarse al resto ni compartir su alegría de vivir. Abrumado por la vida, sentía por ella, sin embargo, una atracción extrema. ¿Qué le impedía salir de sí y disfrutar como los demás? ¿Por qué Kafka se quedaba en la orilla, como ante el castillo, como ante la ley? No era desprecio por todo ello, al contrario. Nada habría deseado más que disfrutar livianamente de los placeres, pero su conciencia exacerbada se lo impedía.


Oscuro y diáfano. Luz y tinieblas. Kafka en perpetua pugna consigo mismo. Kafka en soledad, perseguido por sí mismo, abocado sin remedio a la condena de conocerse, de convivir consigo y hurgar en lo más profundo de su ser, un ser universal. Juez de sí mismo, implacable: es incapaz de engañarse, su lucidez no se lo permite. Le persigue una culpa por algún pecado que nunca cometió.


No eres apto para la vida, le decía Milena, tu pureza es tan extrema que este no es sitio para ti.


Podemos imaginar a Kafka, también, ante Renoir.

Baile en el Moulin de la Galette (1876)

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