martes, 10 de enero de 2012

LA POSIBILIDAD DE UNA ISLA. M. Houellebecq, 2005

HOUELLEBECQ, Michel. La posibilidad de una isla. Madrid: Alfaguara, 2005.


¿Existe tal posibilidad? ¿Hay algún refugio posible para el ser humano? Houellebecq no parece haberlo encontrado. Existir es una desgracia (p. 436) y el ser humano no está constituido para la felicidad. Antes al contrario, propaga el mal y la brutalidad, empezando con la crueldad hacia sus propios padres (p. 60). “En este universo nadie está cerca de nadie” (p. 95) y no hay remedio alguno, ya que “la raíz de todos los males era biológica e independiente de cualquier transformación social imaginable” (p. 143). Ningún sistema de organización social es capaz de atajar la barbarie que va en aumento (p. 332) y el capitalismo, en particular, fomenta lo más nefasto en el ser humano: el individualismo más corrosivo, el egoísmo más brutal, el más fatuo hedonismo, el desprecio hacia la ternura y el sentimiento, la amoralidad. El capitalismo de consumo “al hacer de la juventud el valor supremamente deseable, había destruido progresivamente el respeto por la tradición y el culto a los antepasados, en la medida en que prometía la conservación indefinida de esa misma juventud, y de los placeres asociados a la misma” (p. 320). Así, los viejos se ven abandonados y despreciados como si ya nada en ellos tuviera interés. Son seres inútiles.

Alterna Houellebecq la mención a innumerables acontecimientos reales (por ejemplo, la muerte en Francia de miles de ancianos, aparcados en residencias a causa del calor y la desatención) con el empleo de la ciencia-ficción para ofrecernos su visión del futuro de la humanidad. De esta manera, vislumbramos cómo desaparecen el amor, la sexualidad, la inteligencia, cualquier atisbo del Espíritu y hospitalidad en el mundo (p. 379), para dar paso a la individualidad y aislamiento plenos, a la fría ecuanimidad de los neohumanos (los hombres del futuro, surgidos de la clonación) que, sin embargo, tampoco conocen la felicidad y, uno tras otro, van desertando y abandonando la seguridad de sus recintos vallados que los protegen de los pocos humanos que aún pululan.


“La felicidad no era un horizonte posible” (p. 439), concluye Houellebecq tras explorar y analizar las varias vías que han servido de recurso al hombre para intentar alcanzarla: la religión (de la que el hombre es capaz de prescindir con tanta facilidad, como se observa en nuestros tiempos con el derrumbamiento masivo de las creencias tradicionales, quizás “lo más fugaz, lo más frágil, lo más rápido en nacer y morir que había en el ser humano” (pp. 319-320)); el amor, tema del que tanto se habla (p. 172) sin alcanzar acuerdo alguno acerca de en qué consiste; la inteligencia, apenas valorada en unos tiempos de “eternos kids”, en los que sólo el placer y el culto al cuerpo cuentan ya; y, por supuesto, el sexo, tema recurrente en las obras de Houellebecq.

En el sexo, siempre ligado al sentimiento y la ternura (p. 199), busca Daniel, el protagonista, su refugio: “el único lugar del mundo en el que me había sentido bien era acurrucado entre los brazos de una mujer, acurrucado en el fondo de su vagina” (p. 98). Pero no lo tiene fácil. Daniel está en plena decadencia, cercano ya a los 50, y se enamora de Esther, que ofrece su hermoso cuerpo de veintipocos años a todos los placeres sin ningún apego afectivo hacia su pareja. Daniel sabe que está perdido. Está ya fuera del mercado del sexo. Ya no tiene nada que ofrecer. Es el signo de los tiempos. Y, con esta relación tormentosa, se enfrenta a su fin, a la muerte (p. 382). Es lo mismo que le había ocurrido a Isabelle, su pareja anterior.
Entre los humanos sólo los más brutos y fuertes medran, dice Houellebecq (pp. 431, 438). Occidente se sume en el cinismo y la brutalidad. Desatiende a los débiles y sólo el cambio, la novedad interesan. La hospitalidad no existe.

Y quizás Houellebecq (al igual que su personaje, Daniel) lo que hace en su obra es “acelerar, al conceptualizarla, una evolución histórica ineludible” (p. 380). Quizás por eso nos avisa varias veces al comenzar la lectura: “Temed mi palabra” (pp. 14 y 15).

Sólo una cosa se salva de la quema: su perro Fox. Sólo “a través de los perros rendimos homenaje al amor y a su posibilidad” (p. 171) [1]. Su fidelidad y su abnegación son incondicionales, absolutas.


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[1] También Kundera hace referencia al amor a los perros en La insoportable levedad del ser.

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