sábado, 19 de mayo de 2012

Faulkner. Mínimo homenaje


The Old People

[Lectura en inglés del comienzo del cuento]




Llega un momento, cuando ya no se puede esperar más, cuando cada momento es el último porque no queda tiempo, en el que por fin se puede actuar con sabiduría, no porque antes no se supiese nada o se supiese de manera imperfecta: pues sí se sabía, siempre se supo, pero no era el momento de actuar porque siempre quedaba el futuro para todo lo que no fuese urgente: los imparables y sucesivos momentos de amar, luchar y odiar: esa era la sabia falta de sabiduría de entonces, cuando se sabía algo más pero no había prisa porque llegaría la hora, porque siempre llega y se sabe, y eso es todo lo que sabe y esa es la sabiduría. Así que cuando llega el momento de actuar sabiamente lo reconoces porque no es recuerdo ni un proyecto, sino que lo reconoces porque sabes que ya lo estás haciendo. No se trata de arreglar las cuentas: eso es imposible. Sencillamente, ya no amas, no luchas, no odias. Tampoco estás en paz ni buscas la paz. Te has vuelto sabio porque reconoces que ya no sabes nada y no puedes querer ni pretender. Por fin, cada momento, ahora, aislado del tiempo, puedes hacerlo, ya que no aconteces en el mundo de los fantasmas que viven, has dejado de ser un peligro, una amenaza, y te dejan ser eso que no es un niño ni un viejo, sino más bien un cadáver que lo sabe todo, siempre al borde de la desaparición que más tarde, bastante más tarde, quizás deje la huella de una pregunta: ¿Pero ya no está? Y en esa fugaz curiosidad ante los huecos se consume la huella. Y nada más. Así que puedes recordar qué era respirar cuando lo hacías sin sentirlo, puedes recordar qué era el corazón cuando palpitaba sin que estuvieses pendiente del leve hilo de su arrítmico tictac. Entonces reconoces que pides perdón, das las gracias y rindes homenaje. Y nada más. Ni siquiera esperas.


[William Faulkner. Fotografía de Carl Van Vechten. Fuente: http://commons.wikimedia.org/wiki/File:William_Faulkner_01_KMJ.jpg]

Desde los quince años, desde hace veinticinco años Faulkner me habla no del ser humano y la familia ni de la Historia ni de la vida y la muerte y Dios y el mundo, sino del hombre, de la mujer, del hijo, de la hija, del padre, de la madre, de la guerra, del amor, del odio, de la piedad, de la crueldad, de la inocencia, de la estupidez, del ir desapareciendo a conciencia, de las fuerzas fuera del control de todos los dioses: de la herencia, de la tragedia, de la voluntad, de la ira, de de la venganza, de la compasión, de la necesidad y de la coincidencia, y del cuerpo, y de la carne, y del deseo, y de la vejez, y del error, y de la memoria, y de la sangre, y de la resistencia más ciega que todas las fuerzas.

Y me fui encontrando con Ricardo III, con Lady Macbeth, con Hamlet y con el rey Lear. Y fui viviendo y fui entendiendo a Faulkner. Y no fue suficiente. Me encontré con Orestes, con Áyax, con Antígona, con Aquiles y con Prometeo. Y fui viviendo y fui entendiendo a Faulkner. Y no fue suficiente. Y entonces me encontré a Saúl, a Samuel, a David, a Salomón, a José, a Ismael, a Abrahán y a Moisés. Y seguí viviendo y por fin entendí a Faulkner. Entendí en qué lengua me hablaba y entendí qué decían esas palabras. Entendí y sigo oyéndolo y ya puedo seguir escuchando y callar para darle las gracias y rendirle homenaje, porque es el momento.

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