sábado, 22 de septiembre de 2012

Ignorancia y asombro


Leí El nombre de la  rosa años después de haber sido publicado; lo leí, incluso, después de El péndulo de Foucault. Y lo leí, como también El perfume y La insoportable levedad del ser, muchos años después de que hubiesen pasado de ser meros best sellers a libros que, con el paso del tiempo, se consolidaron como obras de calidad literaria. Se trata de una manía: si al cabo de los años ni el tendero que se forró con él se acuerda del libro, yo no he perdido el tiempo; y si cada vez se lee menos, pero se lee, es que merece la pena que le dedique unas horas.

Pero voy al caso. Imagino que no fui el único que se asombró con la original y sorprendente idea de Umberto Eco, la del asesinato con páginas de libro envenenadas (toda una metáfora de buena parte de lo que se publica, por otra parte). Probablemente, en su momento se divulgaron los precedentes de la ingeniosa trampa, pero yo, siempre ajeno a los cántaros que van a las fuentes, no me enteré. Y mi ignorancia me permitió asombrarme.


[Ilustración de Lacy Hussar para Las mil y una noches. Fuente: Wikipedia]

Ahora releo Las mil y una noches y en la “Historia del visir castigado” encuentro lo siguiente:

“El rey obedeció y encontrando que la primera hoja estaba como pegada con la segunda, para pasarla con más facilidad, se llevó el dedo a la boca, para mojarlo con saliva. Hizo lo mismo hasta la sexta hoja y no viendo escritura ninguna en la página indicada dijo:
-Aquí no hay nada escrito.
-Volved todavía algunas hojas más – indicó entonces la cabeza.
  El rey continuó volviéndolas, llevándose siempre el dedo a la boca, hasta que el veneno que cada hoja tenía empapado hizo su efecto; el príncipe se sintió entonces agitado, mientras su vista se nublaba. Al fin, cayó al pie de su trono en medio de grandes convulsiones”.[1]

Esto me hace pensar en aquello que Jünger decía en sus diarios sobre qué dos libros se llevaría a una isla desierta, y eran dos libros orientales: la Biblia y Las mil y una noches. Yo también lo haría: ahí está todo. Y, a su vez, esto me hace pensar en que quizás la ignorancia sea el origen del asombro, de manera que la experiencia lo va imposibilitando y a esa incapacidad para ver lo nuevo en todo, a esa tara que impide mirar siempre como la primera vez se le llama conocimiento, que sería algo así, entonces, como el baldío que queda después de haber pasado por la tierra con las rejas del arado conceptual.

¿Nos suena esa idea del conocimiento? Las viejas y perennes ideas acerca del conocimiento como error: el conocimiento que hace sufrir, Habe nun, ach! Philosophie; el conocimiento como límite de la libertad, ese margen por el que a veces nos movemos gracias a la ignorancia; el conocimiento como ceguera progresiva debido a las gafas, para poder prever, de los esquemas. Yo, sin embargo, me llevaría a Biblia y Las mil y una noches porque me hacen saber y saborear, porque me llevan al conocimiento en carne viva y al asombro ante todo lo que es.




[1] Las mil y una noches. Barcelona: Editorial AHR, 1963, p. 81. Traducción del francés de Francisco Narbona.

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