domingo, 9 de septiembre de 2012

Las abejas de Maeterlinck


No sé nada, y todavía sé menos sobre las abejas. Maeterlinck escribió La vida de las abejas[1] en 1901, e imagino que desde entonces el conocimiento sobre estos insectos ha aumentado de manera exponencial, de forma que buena parte de la descripción y amagos de explicación científicas en esta obra habrán quedado obsoletas, refutadas.


[Maurice Maeterlinck. Fuente: Wikipedia]

Y, sinceramente, no solo me da igual sino que pienso que da igual. He aquí un libro que, al contrario de las teorías y observaciones científicas de las que hace uso, no caducará. La vida de las abejas estremece, asombra, inquieta, hace pensar porque Maeterlinck, con una prosa en la que se solapan la ironía, la pasión, el rigor, la filosofía y la literatura, nos expone a las preguntas capitales (sobre nuestro origen, destino y sentido) a través de una auténtica utopía que se disfraza de ciencia ficción (o, mejor, de naturaleza ficción) y que no dejaría indiferente, quiero creer, a un Nietzsche: Maeterlinck nos lanza sus preguntas acerca del papel y límites de la ciencia, límites que comparte (como el conocimiento con la ignorancia en la curiosidad y el error) con la ilusión; preguntas acerca de la libertad, el determinismo y la moral; preguntas acerca de la Naturaleza y lo instintivo, y la inteligencia humana; preguntas, en definitiva y parafraseando a Scheler, sobre el puesto del hombre en el cosmos.

Llamo a esta obra utopía no porque nos muestre una (totalmente o todavía) inexistente posibilidad vital envidiable o repudiable, sino porque nos remite a ese orden de cosas que todavía somos, siempre, a pesar y a través de nuestras sinapsis, circunvoluciones, pudores y civilizaciones. ¿Cuánto tenemos de abejas? ¿Y cuánto de lo que pensamos que no tenemos de abejas sigue siendo pura zoología? Esa utopía, paradójicamente, no es que no esté en lugar alguno, sino que obstinadamente se le niega realidad y presencia o se le intenta ganar terreno y dejar en nada para, así, y no por los logros sino por el intento, seguir siendo humanos, como si la labor del hombre no consistiese en exhumar, alzar y vivir sobre, entre y según la verdad, sino, más bien, en levantar ficciones sobre la verdad que ha de olvidarse constantemente para poder mantenerse erguidos no sobre el suelo sólido, pero inhóspito, de la verdad que abismal y apodícticamente nos resulta desconocida salvo por sus efectos, lo que somos, sino en el aire de los espejismos que necesitamos con el fin de durar con el consuelo de la ilusión de vivir, única manera de vivir.


[Esfinge de la muerte, un enemigo de las abejas. Fuente: Wikipedia]

Conozco a gente que ha decidido dosificar al máximo el contacto con los medios de comunicación. Están hartos del espectáculo de hambre, guerra, crueldad, injusticia. Quizás desean no perder una última brizna de fe en el ser humano; quizás, simplemente, tanto dolor les hiere la sensibilidad hasta el punto de sentir ese mismo dolor centuplicado. Yo, por mi parte, no entiendo qué es eso de la fe en el ser humano y ando rácano de sensibilidad, y, sin embargo, he de reconocer que hace años tuve que dejar de ver documentales sobre animales: cuando veía el comportamiento de un lobo, cuando veía la mirada de un orangután, cuando veía las costumbres de una mosca algo se revolvía en mi interior, y aún no sé si se trataba del peligroso asco ante toda ilusión o de la orgiástica, liberadora e infinitamente más peligrosa alegría ante el fin de toda ilusión.

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