jueves, 29 de noviembre de 2012

Los que están más vivos


Kleist no deja claro si la mendiga de Locarno está viva o muerta. Por lo que cuenta en el relato homónimo, lo más probable es que esté muerta: la mendiga era vieja y pasaron muchos años desde que el Marqués la obligara a abandonar su rincón para que se ocultase detrás de la estufa. El tiempo suele matar a la gente.

Así que podemos pensar que la mendiga murió y que era su cadáver el que a las doce de la noche, haciendo ruido sobre la paja, y entre lamentos, se movía para volver de la estufa al rincón en el que la compasiva ama de llaves la había alojado. “Era su cadáver” es tanto como decir que era su fantasma, quizás la esencia de la mendiga, y quién abandona jamás su naturaleza menesterosa.

El Marqués quería vender el castillo. El comprador salió huyendo porque dijo que había fantasmas. La gente empezó a hablar de fantasmas. Sólo el interés, esa trampa mortal disfrazada de seguro de vida, pudo conseguir que el Marqués y su esposa encontrasen el valor necesario para afrontar su miedo. La Marquesa huyó a las doce de la noche. El Marqués prendió fuego al castillo: estaba cansado de vivir.

Vivir cansa, eso es un hecho. Y vivir cansado es vivir como un fantasma, un fantasma inverso, opuesto a aquel fantasma que es la esencia de lo vivo: queda la tan imprescindible como superflua carcasa que va devorando el tiempo. Entonces, el Marqués ya estaba muerto, era un cadáver que duraba, y la mendiga seguía viva porque si fue al castillo en busca de auxilio eso significa que quería seguir con vida, que todavía no estaba cansada de vivir. Al Marqués le venció el cansancio cuando no pudo seguir negando que su memoria era el mundo en el que habitaba el fantasma de su víctima.

Y es que se trata de un verdugo muy débil, de esos que no mueren a tiempo, justo con su víctima, y se empeñan en esa negación que es el olvido y que no es otra cosa que el cementerio de la memoria, el fértil campo de la perenne vida de los fantasmas más vivos que los que se dicen vivos.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Cioran y otras ficciones


Se preguntaba Cioran por la posibilidad de la novela: “Sea como fuere, la materia de la literatura se adelgaza y esa otra, más limitada, de la novela, se desvanece ante nuestros ojos. ¿Está verdaderamente muerta o solamente moribunda? Mi incompetencia me impide decidirlo. Tras haber sostenido su acabamiento, me asaltan los remordimientos: ¿Y si viviese? En tal caso, a otros, más expertos, corresponde establecer el grado exacto de su agonía” (CIORAN, E. M. Adiós a la filosofía. Madrid: Alianza, 1988, p. 67, traducción de Fernando Savater).

Si él dudaba, habrá que seguir dudando hasta que llegue algún experto de la talla del filósofo. Mientras tanto, podemos fantasear con las palabras del propio Cioran. Porque en ese librito recopilatorio leemos “[…] la novela, cuya función, mérito y única razón de ser es realizar pastiches del infierno” (ob. cit., p. 59). Por lo tanto, la novela funcionaría cuando es un espejo más bien pobre de la realidad en la que nos encontramos: “Estamos todos en el fondo de un infierno, cada instante del cual es un milagro” (ob. cit., p. 135). Ahora bien, si hacemos caso de Cioran y descendemos en su jerarquía de mentiras, presidida por la vida y seguida de inmediato por el amor, diríamos que a continuación viene el arte. En este sentido, la novela no sería un espejo, sino un fragmento de la ficción de estar vivo y apasionado, condición para seguir aquí: “Estar engañado o perecer: no hay otra elección” (ob. cit., p. 100). Si la vida es una ficción y una ilusión, no se puede vivir sin ficciones ni ilusiones; algo que ya había repetido Nietzsche hasta la saciedad.

La novela, el arte en general, haría, pues, las funciones de una meta-ficción, de una ficción que no quiere pasar por otra cosa que ficción y que por eso puede hacer saber y sentir mejor que nada la nada de la ilusión de vivir las ilusiones de la vida. Si “el amor adormece el conocimiento; el conocimiento despierto mata el amor” (ob. cit., p. 111), por su parte “la lucidez, no lo olvidemos, es lo propio de los que, por incapacidad de amar, se desolidarizan tanto de los otros como de sí mismos” (ob. cit., p. 90). El arte, la novela, es un ejercicio de ficción lúcida y, por lo tanto, pone su amor en ese desinterés y esa indiferencia del conocimiento que reflexiona sobre sí mismo.

¿Cuál es el problema? Podría ser que la conciencia supusiese un anquilosamiento, un envenenamiento, una muerte lenta, agónica. La conciencia como lucidez, como inteligencia, como un ojo que se observa a sí mismo y que al hacerlo fuese quedándose ciego. “El fenómeno moderno por excelencia está constituido por la aparición del artista inteligente” (ob. cit., p. 55). Este artista inteligente no saldría del taller y escribiría lo que sucede allí: sobre las herramientas, sobre las condiciones de trabajo, sobre el proceso creativo, sobre las posibilidades combinatorias, sobre la palabra y el silencio, sobre la escritura, sobre nada. Y, según Cioran, hacer esto está bien, como está bien dar cuenta de la nada, pero si la novela es arte, se pregunta el filósofo, ¿para qué no dejarlo en una sola vez, para qué repetir constantemente ese ejercicio de adelgazamiento, de apenas nada, de sacar a la luz el mero esqueleto una y otra vez? ¿Será por falta de imaginación, por falta de temas? ¿Será, quizás, por aquello de la muerte de los mitos, por eso no de la muerte del hombre sino de las ficciones del hombre; será porque la lucidez agosta y la verdad mata y, en realidad, esto que se llama postmodernidad y que aparenta ser época de nuevos y ciegos bárbaros es el siglo de los neones cegadores y de las pantallas que no permiten cerrar los ojos, siglo de máxima visión?

En cualquier caso, la escritura no deja de iluminar aquello que se puede saber: “El verdadero saber se reduce a las vigilias en las tinieblas: sólo el conjunto de nuestros insomnios nos distingue de los animales y de nuestros semejantes” (ob. cit., p. 141). Y siempre tendremos motivos para no dormir, para escribir o callar.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Álgebra verbal


ARNHEIM, Rudolf. “Los indicadores de los escritores”, en su Ensayos para rescatar el arte. Madrid: Cátedra, 1992, pp. 62-67, traducción de Jerónima García Bonafé.


A vueltas con qué es escribir, escribir bien, se entiende. Yo no tengo ni idea, pero Rudolf Arnheim parece saberlo. Según él, el escritor ha de atender a las características intrínsecas del lenguaje (un medio conceptual para dar cuenta de lo experimentable: “Escribir entraña, pues, una ocupación inteligente destinada a relatar la esencia de un tema mediante la selección de las palabras que conforman la imagen que tenemos del conjunto”, p. 63 ) y del narrar (en cuanto que exposición temporal de lo simultáneo: “La literatura debe transformar el mundo en una hilera de cosas que aguarden su turno, determinado por el paso del tiempo”, p. 64).

No son malos consejos, pero ser consciente de la materia y el tiempo que se manejan no garantiza que se escriba bien. Arnheim lo sabe y también sabe que seguir precisando significa tirarse de cabeza a esas movedizas y confundidas arenas del mero gusto y el criterio de calidad. Y el crítico se lanza con valentía y choca, claro, contra la cuestión de la forma: “[…] la necesidad de recuperar la tangibilidad sensual que posee la mayoría de las palabras y lograr que las frases funcionen coherentemente en los dos niveles del discurso, a saber, en el nivel conceptual donde las palabras transmiten a nuestra mente una situación que puede verse, escucharse, tocarse u olerse, y en el nivel teórico donde el intelecto ejercita su lógica. […] Sea cual fuere el medio, la buena forma es aquella que pasa desapercibida. […] [Y no] un obstáculo en el camino que debe conducir al lector hasta el texto […] porque el propio escritor o escritora parece atribuir una importancia secundaria al contenido” (p. 66).

No le gusta ver la forma, pero la única forma invisible es la que implica la materia lingüística y el narrar en el tiempo: la intriga y el juego con las expectativas al tener que ir de palabra en palabra y de página en página. Está bien: a quién no le gusta sentir el cosquilleo de las adivinanzas. Pero que esto agote las posibilidades formales literarias es mucho pretender.

A mí la historia, la trama, pueden darme absolutamente igual, y puedo disfrutar con estructuras y formas tanto o más que con una historieta muy humana y tal. Aunque el grado de placer es máximo, por supuesto, cuando lo que se dice y cómo se dice son exactamente lo mismo. Arnheim escribe: “Como resultado de la vaguedad del escritor por el espacio ingrávido de lo que podríamos llamar álgebra verbal, el lector se encuentra con un estrépito de sonidos sordos, simples cáscaras del verdadero alimento” (p. 65). Pero no veo la necesidad de que esto sea siempre un error. Imaginemos que queremos transmitir una realidad fría, distante, extraña, inerte; quizás, entonces, para hacer sentir todo eso nada mejor que ese “álgebra verbal” y una forma cargada de geometría que comunique la mudez y la anestesia de aquello de lo que se habla. ¿Qué está mal en esto? Hace años envié a una editorial un poemario con los fósiles como pre-texto. Lo rechazaron porque los versos eran fríos, distantes, extraños, inertes…

Ahora bien, considero que Rudolf Arnheim sí dice una verdad de naturaleza complejísima (para los que nunca han pensado en el asunto) al afirmar: “[…] aunque se trate de nuestro propio ser y de nuestra actitud ante el mundo, es preciso alejarnos de todo ello para convertirnos en un objeto de la escritura y no en un intruso encarnado en la persona del autor” (p. 66). Esto son palabras mayores que tendrían que tener constantemente presentes tanto los escritores como los lectores.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Los jóvenes clásicos no soportan a cadáveres semovientes


GARCÍA GUAL, Carlos. “Leer a los clásicos y elegirlos”, en su Sobre el descrédito de la literatura. Barcelona: Península, 1999, pp. 188-200.


No conozco a mucha gente a quienes les gusten los clásicos. La verdad es que no conozco a mucha gente, ahora que lo pienso… En fin, lo que quiero decir es que me da la sensación de que no hay mucha gente a la que les gusten los clásicos, e incluso me atrevo a creer que el número de los que dicen gustarles ni siquiera coincide con el de aquellos que los leen habitualmente (y no me refiero a los lectores por obligación, matriculados y profesionales de las letras en su mayoría, sino a los que los leen por placer estético o moral). Podría preguntarme por qué, pero sería una pregunta supernumeraria: no los leen porque no les gustan y no les gustan porque… no les gustan. ¿Y por qué no les gustan? ¿Por la misma razón por la que a muchos no les gusta la tónica, por decir algo?

En “Leer a los clásicos y elegirlos”, García Gual deja constancia de que desde el momento en el que desapareció la obligación (académica y social) de leerlos, ponerse en contacto con los clásicos forma parte de “una educación sentimental e intelectual, que cada uno programa a su gusto, eligiendo personalmente esos autores y textos” (p. 199). Tal vez suponga una ganancia, sobre todo para los clásicos, libres al fin de la caterva que los maltrataba y ya en compañía de los que los aman y valoran. Los clásicos son demasiado jóvenes y están demasiado llenos de energía y vitalidad como para soportar a cadáveres semovientes.

García Gual aprovecha para hacer esta categorización: “[…] es que junto a los clásicos universales, hay unos clásicos nacionales, y resulta fácil dar ejemplos de unos y otros (Homero, Esquilo, Virgilio, Shakespeare y Cervantes pertenecen sin duda a la primera clase; Racine, Quevedo, y Goethe, seguramente, a la segunda). Pero también hay unos clásicos personales” (p. 196). Hombre, a mí me sorprende esto de que resulta fácil dar ejemplos de unos y otros, y más cuando veo estos ejemplos. Este de los clásicos nacionales es un asunto espinoso, es decir, sucio, mercantil, y, por ejemplo, no sé hasta qué punto Goethe es un clásico nacional y tampoco sé a ciencia cierta si por ahí tienen a Cervantes (a pesar del buen negocio que para algunos representa) por un clásico universal. Me llegan rumores de que existe el mundo. Quizás sea así y el rumor es el ruido que hace el mundo al girar. Por lo visto, hay algo así como nacionalismos. Pues bien, si ustedes están en el mundo, pregunten a los cultos nacionales por su lista de clásicos universales, a ver si es fácil extraer un criterio.

martes, 6 de noviembre de 2012

El significado de algunas existencias


Como me gusta reírme, agradezco encontrarme con lo humorístico, y debido a que el mundo es de un material (el humano) altamente hilarante, no faltan ocasiones para sonreír o carcajearse. Así, llevado por una intuición fruto de la experiencia, me dejo arrastrar por los títulos de los libros (esa forma de portada o llamativo escaparate) y, en esta ocasión, me parto la caja contra “El significado de las palabras”, en La Estadística. Una guía de lo desconocido (KRUSKAL, Joseph B. Madrid: Alianza, 1992, pp. 211-22, capítulo traducido por J. M. Prada Sánchez).


El profesor de universidad empieza así:

“¿Es posible utilizar la estadística para explicar algo tan difícil de precisar como es el «significado»? Admitida esta posibilidad, ¿no se perdería con ello todo el romanticismo de la poesía y el encanto de la elocuencia?
  Pues bien, podemos estudiar el significado de las palabras utilizando adecuadamente métodos estadísticos […] y, no obstante, se verá que el romanticismo de las palabras está a salvo de la ciencia.
  Las personas pragmáticas pueden preguntarse por qué preocuparse tanto para precisar el significado. ¿Acaso el lenguaje, tras miles de años de evolución natural, no cumple su misión suficientemente bien? Sencillamente, no. Cualquier responsable de tramitar las admisiones en universidades americanas podría atestiguar la dificultad de interpretar los informes escritos de los profesores” (pp. 211-2).

Este hombre tiene que dar unas clases magistrales, a la española. Ese significado entrecomillado… Ese “romanticismo de la poesía” y ese otro “encanto de la elocuencia”… Y qué decir de las “personas pragmáticas” y ciegas para lo trascendental… Y fijémonos en la “evolución natural” del lenguaje, de un lenguaje que no “cumple su misión”… Pero siempre nos quedarán lumbreras que nos guíen lejos del precipicio: “cualquier responsable de tramitar las admisiones en universidades americanas”…

Pero la comedia se extiende en un segundo acto. Por lo visto, alguien pretendía diseñar un test de personalidad (el humor se caracteriza por su efecto “bola de nieve”) y para eso antes quería saber qué entendía una muestra (muy representativa, como casi siempre en estos casos: representativa de los alumnos universitarios que tienen a bien hacer de cobayas) por ciertos adjetivos.

Los “investigadores” emplean un escalograma multidimensional, lo que así, de rebote, me suena a encefalograma plano. Y quién sabe, porque entre las conclusiones leemos, con todo el romanticismo posible de los cínicos no pragmáticos que no tramitan admisiones en ninguna universidad, este elocuente y poético aserto:

“Claro está que el mapa sólo explica parte del significado de dichas palabras; se ignoran por completo otros aspectos” (p. 219).

De pequeño, yo a las moscas les arrancaba las alas, pero no he llegado a profesor universitario. Hoy me limito a quedarme anonadado ante el significado de ciertas existencias.

Se trata de un libro serio, y esto es lo que hace más gracia. Y da tanta risa que a uno se le acaban cayendo lágrimas como chorizos ya no sabe si de alegría de vivir sobre las tablas de este teatro, o del desconsuelo de habitar sobre este núcleo de hierro.

Ajedrez 1984


No sé si Orwell jugaba al ajedrez y, si lo hacía, si era algo importante en su vida. Pero si hago caso de lo que leo en 1984, apostaría que ni lo segundo ni, incluso, lo primero. Bien: tengo el presentimiento de haber metido la pata.

En cualquier caso, digo esto porque me parece que el ajedrez juega un pobre papel en esta novela desde el punto de vista literario, por no añadir desde el punto de vista de las posibilidades del propio juego. Una vez más, el ajedrez podría haber sido sustituido por cualquier otra cosa o actividad que poseyese el mismo valor simbólico en la biblioteca social de la mente del lector, como, por ejemplo, la resolución de problemas lógicos. Y si es sustituible, no es esencial, y si no es esencial, no aparece sino como lejano reflejo de sí mismo.

Hay un Comité de Ajedrez, por lo tanto parecería que el ajedrez posee un poder significativo en esa sociedad utópica; pero también hay departamentos encargados de controlar las canciones de moda, por ejemplo, así que el ajedrez es una mera forma más de comunicación entre los individuos.

Aunque ya sabemos que el ajedrez se asocia con la inteligencia, con pensar. O, más bien, esta asociación es la que maneja la mayoría, sobre todo los que nunca han jugado más o menos en serio al ajedrez. Simbolizaría, pues, la razón, la lógica, el análisis, y en una sociedad en la que impera lo ilógico y la tergiversación, el ajedrez podría ser peligroso porque fomentaría un pensar amplio, radical, crítico. Pero esto es mentira y, por lo tanto, esta posible función simbólica del ajedrez en una obra de ficción  tendría que quedar, más bien, para la literatura de segundo orden.

Encontramos tres ejemplos del uso del ajedrez que pueden ofrecernos una visión más clara de todo esto:

-Después de haber sido torturado, Winston se pone ante un tablero para resolver un problema: mueven blancas, mate en dos. Lo que le trae a la mente la cuestión de la existencia de la verdad metaforizada en la pregunta de si cada vez que se suman dos y dos el resultado es siempre cuatro. Así pues, ajedrez, matemáticas y lógica son perfectamente intercambiables.

-Durante esta escena, el protagonista se dice que siempre ganan las blancas porque el blanco representa el bien, es decir, lo que el poder dice que es el bien y puede hacer que venza a la fuerza. (“En ningún problema de ajedrez, desde el principio del mundo, han ganado las negras ninguna vez. ¿Acaso no simbolizan las blancas el invariable triunfo del Bien sobre el Mal?”,  http://www.librosgratisweb.com/html/orwell-george/1984/index.htm). Pero esta crítica está cogida por un cabello y este se parte: no siempre ganan las blancas.

-Leemos: “Lo que más temía era que la muchacha cambiase de idea si no se ponía en relación con ella rápidamente. Pero la dificultad física de esta aproximación era enorme. Resultaba tan difícil como intentar un movimiento en el juego de ajedrez cuando ya le han dado a uno el mate” (http://www.librosgratisweb.com/html/orwell-george/1984/index.htm). – Tal vez la falta de brillo literario no necesite explicaciones.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Urbanismo mental. Cómo hacer habitable un campo de concentración


LE CORBUSIER. Principios de urbanismo. (La Carta de Atenas). Barcelona: Planeta-De Agostini, 1993.

En 1942 se publica La Carta de Atenas, mensaje más urbi que orbi para hacer entender que la ciudad ha de estar al servicio de sus habitantes y que para conseguir eso tan solo hay que usar la razón, es decir, tener una visión funcionalista de las cosas de este mundo: para que las cosas funcionen, hay que organizarlas de forma racional.

En principio, parece sencillo. Observemos que “84. La ciudad, definida en lo sucesivo como una unidad funcional, deberá crecer armoniosamente en cada una de sus partes, disponiendo de los espacios y de las vinculaciones en los que podrán inscribirse, equilibradamente, las etapas de su desarrollo” (p. 128). Observemos, también, que en la ciudad tienen lugar cuatro funciones: habitar, trabajar, recrearse (en el tiempo libre) y trasladarse. Observemos, de paso, que el objetivo del ciudadano es vivir mucho y bien. Observemos, por último, que para que todo esto funcione el interés privado ha de estar supeditado al interés público. En principio, las intenciones parecen elogiables.


Leamos los puntos de la tercera parte, las conclusiones o puntos doctrinales, más aquel con el que se cierra la Carta:


“71. La mayoría de las ciudades estudiadas presentan hoy una imagen caótica. Estas ciudades no responden en modo alguno a su destino, que debiera consistir en satisfacer las necesidades primordiales, biológicas y psicológicas, de su población” (p. 113).

“72. Esta situación revela, desde el comienzo de la era de las máquinas, la superposición incesante de los intereses privados” (p. 114).

“73. La violencia de los intereses privados provoca una desastrosa ruptura de equilibrio entre el empuje de las fuerzas económicas, por una parte, y la debilidad del control administrativo y la impotencia de la solidaridad social, por otra” (p. 115).

“74. Aunque las ciudades se hallen en estado de permanente transformación, su desarrollo se dirige sin precisión ni control, y sin que se tengan en cuenta los principios del urbanismo contemporáneo, elaborados en los medios técnicos cualificados” (pp. 117-8).

“75. La ciudad debe garantizar, en los planos espiritual y material, la libertad individual y el beneficio de la acción colectiva” (p. 117).

“76. La operación de dar dimensiones a todas las cosas en el dispositivo urbano únicamente puede regirse por la escala del hombre” (p. 118).

“77. Las claves del urbanismo se contienen en las cuatro funciones siguientes: habitar, trabajar, recrearse (en las horas libres), circular” (p. 119).

“95. El interés privado se subordinará al interés colectivo” (p. 140).


La era de las máquinas será, imaginamos, la época del capitalismo rampante. El interés colectivo, suponemos, será el de los que trabajarán, trabajan o han trabajado para los amos del capitalismo rampante. La medida del hombre, pensamos, serán sus necesidades entendidas como bienestar físico y psíquico, libertad individual y oportunidades para colaborar en un trabajo eficaz. Sí, suena bien.

Esta mesa es blanca. Esta mesa debe ser blanca. Esta mesa debería ser blanca. Quiero decir que el mundo ya funciona, ¿no? Funciona y en las ciudades también hay niños, viejos, enfermos, mendigos, delincuentes y rentistas que o bien no habitan, o bien no trabajan, o bien no se recrean, o bien no circulan. Esta mesa es blanca. Esta mesa debe ser blanca. Esta mesa debería ser blanca. El mundo ya funciona.

Sí, suena bien que se quiera tontear con debes y deberías adjetivados con léxico biológico y musical cuando las premisas dan por sentado que se posee casa, que se trabaja para otro, que uno se recrea en el tiempo sobrante, que uno se desplaza con o sin ganas. Hay un racionalismo injustificable que todavía pide que el mundo funcione cuando ya lo hace precisamente con las premisas de las que también él parte y que reducen a ridículos debes y deberías unas intenciones propias de secuaces y todo tipo de cómplices.