viernes, 23 de noviembre de 2012

Cioran y otras ficciones


Se preguntaba Cioran por la posibilidad de la novela: “Sea como fuere, la materia de la literatura se adelgaza y esa otra, más limitada, de la novela, se desvanece ante nuestros ojos. ¿Está verdaderamente muerta o solamente moribunda? Mi incompetencia me impide decidirlo. Tras haber sostenido su acabamiento, me asaltan los remordimientos: ¿Y si viviese? En tal caso, a otros, más expertos, corresponde establecer el grado exacto de su agonía” (CIORAN, E. M. Adiós a la filosofía. Madrid: Alianza, 1988, p. 67, traducción de Fernando Savater).

Si él dudaba, habrá que seguir dudando hasta que llegue algún experto de la talla del filósofo. Mientras tanto, podemos fantasear con las palabras del propio Cioran. Porque en ese librito recopilatorio leemos “[…] la novela, cuya función, mérito y única razón de ser es realizar pastiches del infierno” (ob. cit., p. 59). Por lo tanto, la novela funcionaría cuando es un espejo más bien pobre de la realidad en la que nos encontramos: “Estamos todos en el fondo de un infierno, cada instante del cual es un milagro” (ob. cit., p. 135). Ahora bien, si hacemos caso de Cioran y descendemos en su jerarquía de mentiras, presidida por la vida y seguida de inmediato por el amor, diríamos que a continuación viene el arte. En este sentido, la novela no sería un espejo, sino un fragmento de la ficción de estar vivo y apasionado, condición para seguir aquí: “Estar engañado o perecer: no hay otra elección” (ob. cit., p. 100). Si la vida es una ficción y una ilusión, no se puede vivir sin ficciones ni ilusiones; algo que ya había repetido Nietzsche hasta la saciedad.

La novela, el arte en general, haría, pues, las funciones de una meta-ficción, de una ficción que no quiere pasar por otra cosa que ficción y que por eso puede hacer saber y sentir mejor que nada la nada de la ilusión de vivir las ilusiones de la vida. Si “el amor adormece el conocimiento; el conocimiento despierto mata el amor” (ob. cit., p. 111), por su parte “la lucidez, no lo olvidemos, es lo propio de los que, por incapacidad de amar, se desolidarizan tanto de los otros como de sí mismos” (ob. cit., p. 90). El arte, la novela, es un ejercicio de ficción lúcida y, por lo tanto, pone su amor en ese desinterés y esa indiferencia del conocimiento que reflexiona sobre sí mismo.

¿Cuál es el problema? Podría ser que la conciencia supusiese un anquilosamiento, un envenenamiento, una muerte lenta, agónica. La conciencia como lucidez, como inteligencia, como un ojo que se observa a sí mismo y que al hacerlo fuese quedándose ciego. “El fenómeno moderno por excelencia está constituido por la aparición del artista inteligente” (ob. cit., p. 55). Este artista inteligente no saldría del taller y escribiría lo que sucede allí: sobre las herramientas, sobre las condiciones de trabajo, sobre el proceso creativo, sobre las posibilidades combinatorias, sobre la palabra y el silencio, sobre la escritura, sobre nada. Y, según Cioran, hacer esto está bien, como está bien dar cuenta de la nada, pero si la novela es arte, se pregunta el filósofo, ¿para qué no dejarlo en una sola vez, para qué repetir constantemente ese ejercicio de adelgazamiento, de apenas nada, de sacar a la luz el mero esqueleto una y otra vez? ¿Será por falta de imaginación, por falta de temas? ¿Será, quizás, por aquello de la muerte de los mitos, por eso no de la muerte del hombre sino de las ficciones del hombre; será porque la lucidez agosta y la verdad mata y, en realidad, esto que se llama postmodernidad y que aparenta ser época de nuevos y ciegos bárbaros es el siglo de los neones cegadores y de las pantallas que no permiten cerrar los ojos, siglo de máxima visión?

En cualquier caso, la escritura no deja de iluminar aquello que se puede saber: “El verdadero saber se reduce a las vigilias en las tinieblas: sólo el conjunto de nuestros insomnios nos distingue de los animales y de nuestros semejantes” (ob. cit., p. 141). Y siempre tendremos motivos para no dormir, para escribir o callar.

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