lunes, 7 de enero de 2013

Fenomenología de Agatha Christie


CHRISTIE, Agatha. El asesinato de Rogelio Ackroyd. Barcelona: Editorial Molino, 1990. Traducción de G. Bernard de Ferrer.

Hacía más de veinte años que no leía a la Christie.

Atención a la frase. Es la que utilizan los acabados. Los acabados que van de guay. Porque no hay acabado que, estando todavía vivo, no vaya de guay. Los acabados son la ralea más asquerosa que soporta el mundo. Yo prefiero a un adolescente o a un yonqui, incluso a un yonqui adolescente. Sobre gustos no hay nada escrito, y sobre cansancio, por ahora, menos.

Me las doy de viejo cultureta. Ay que leí mucho hace mucho tiempo… Tiemblo de asco ante mi estupidez vomitiva, esta indecencia de incapacidad convertida en pseudo cultura.

Pues bien, después de veinte años vuelvo a leer a la Christie y hago fenomenología de la lectura. Y digo de la lectura. Así que el prólogo viene bien, ¿o me dirán que no? La paciencia que hay que tener con uno mismo para llegar a decir la verdad. (Porque para llegar a la verdad no hace falta nada).

¿Por qué elegí El asesinato de Rogelio Ackroyd? Fácil. 1) Porque no tenía a mano ningún libro más interesante; 2) porque siempre puedo decir que me consta que los únicos buenos de Agatha Christie, según la crítica, son este y Asesinato en el Orient Express; y 3) porque en su momento lo disfruté, incluso me pareció bueno, y ahora no recordaba el final.

Antes de abrir el libro me digo que el asesino es el primero en llegar a la escena del crimen. Esto mismo dice uno de los personajes en la novela. Todo el mundo lo sabe, hasta los personajes de las obras detectivescas. Por lo tanto, me pongo en guardia contra este pre-juicio y ya estoy preparado para equivocarme y disfrutar de lo bueno del volumen. (Otros libros no poseen este encanto, digo el de la fisiológica emoción de la expectación, como les sucede a las pobres Odisea e Ilíada).


Lo siguiente es leer la “Guía del lector”. Imprescindible hacerse un lío innecesario con los personajes. Esta lectura me recuerda que aparecerá la cocaína, una mujer madura que todavía conserva cierta belleza y que parece guardar un secreto, y una joven pareja que por amor es capaz de cometer locuras del tamaño de un matrimonio desigual. Por último, me recuerdo a mí mismo que estos libros ponen el arte tan solo en la dosificación de la información para mantener la atención y la intriga. Así que cuento con la información superflua, la información superflua dada para despistar (cual falsa pista), la información relevante que se me pasará inadvertida, la información que los personajes (todos sospechosos) ocultan hasta el final, la información que el detective oculta hasta el final (y que es imposible que el lector deduzca a partir de lo leído), y la información que el autor esconde hasta que llega la hora de conocer la verdad. En resumen, me digo que como falle la ecuación “culpable=primero en llegar a la escena del crimen”, estoy perdido. Me preparo, entonces, para intentar descubrir los pequeños crímenes y los trapos sucios del resto de personajes.

Y ya estoy leyendo. Y, por supuesto, como viejo lector dotado de una estupidez que ha sobrevivido al hecho de no haberse matado a tiempo, pienso de inmediato que no solamente cualquier podría escribir un libro como los de la Christie, sino que yo mismo podría hacerlo y, además, mucho mejor. Y la prueba es que tras apenas tres páginas tengo una idea genial: estoy completamente convencido de que se me acaba de ocurrir una trama y un final tan excepcionales que a la pobre Agatha no se le habrán pasado por el caletre ni en sueños.

En efecto, ¿no sería un golpe de ingenio que el narrador, el doctor Sheppard, fuese el asesino? Ah, eso sería metaliteratura de la buena: el autor como dios jugando con el narrador como demiurgo para urdir una trama técnica acerca de la técnica de tramar: es decir, sería la escritura de la dosificación de la información sobre la escritura de la dosificación de la información. Amigos míos, para esto hace falta leer mucho nouveau roman, y dudo que la buena señora Christie haya tenido la mala suerte de padecer tanto. Por otra parte, esta brillante idea no traicionaría la tradicional ecuación.

Soy feliz y cometo el error de seguir leyendo. Debido a este imprudente acto de soberbia, mi felicidad disminuye al tiempo que los personajes, incluido el narrador, van dando pistas acerca del culpable. Angustiado porque me estrangula el orgullo, a falta de veintiocho páginas del final, intento agarrarme a esto:

“Poirot leyó una lista con tono importante:
-La señora Ackroyd, la señorita Flora Ackroyd, el mayor Blunt, el señor Geoffrey Raymond, la señora de Ralph Paton, John Parker, Elizabeth Russell.
  Dejó el papel en la mesa.
-¿Qué significa todo esto? – empezó Raymond.
-La lista que acabo de leer – dijo Poirot – incluye a todas las personas sospechosas. Cada uno de los que están presentes tuvo la oportunidad de matar al señor Ackroyd”.

¡Muy bien!, me digo como el moribundo se dice que todavía sigue respirando cuando ya estira la pata. Porque me doy cuenta de que se habla de sospechosos, pero no se dice que entre los de la lista se encuentre el culpable…

Me quedaban el pueril orgullo de haber coincidido con la gran Agatha Christie – cuando la había tachado de incapaz y cretina, y el nouveau roman. Nueva chapuza. Dice el narrador:

“Me siento orgulloso de mi capacidad de escritor. En efecto, ¿qué puede ser más claro que las frases siguientes?:
«Habían entrado el correo a las nueve menos veinte. A las nueve menos diez le dejé con la carta todavía por leer. Vacilé con la mano en el picaporte, mirando atrás y preguntándome si olvidaba algo.»
  Todo era cierto… Pero suponed que pusiera una línea de puntos después de la primera frase. ¿Se habría preguntado alguien lo que ocurrió en aquellos diez minutos?” (p. 237).

El mensaje era claro: la Christie me estaba diciendo: “Pequeño, sigues siendo menos astuto que yo”.

Por lo demás no siento demasiado haberles revelado la identidad del asesino. ¿Qué importa el final si el libro es Literatura? Todos conocemos cómo terminan la Odisea y la Ilíada y los seguimos leyendo y releyendo, ¿no es así?

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