viernes, 24 de mayo de 2013

La muerte le sienta bien a la belleza

[Texto y fotografías, exceptuando la imagen de La matanza de los inocentes, de Roberto Vivero]


Decía Chateaubriand que la vida le sentaba mal. Esto es comprensible desde el momento en que no todo es para todos y hay a quien le sienta mal la vida, a quien le sienta mal la muerte e, incluso, a quien no le sienta bien ni la vida ni la muerte.

A lo que parece que sí le sienta bien la muerte es a la belleza: no solo le sienta bien estar rodeada de muerte, sino también estar muerta, inerte desde su origen, como si la belleza, para ser, necesitase de un origen preñado de perpetuidad, y no de devenir, y, así, delatara la fealdad de ese sobrevalorado proceso de putrefacción llamado vida, y mostrase la verdadera tarea de lo vivo: lo inerte como vía hacia la belleza.

Claro que siempre hay quien se despista, como en el caso de este cazador, que bien podría ser un cazador de experiencias, es decir, un turista o simple ser vivo.


El despiste de este hombre es garrafal: pierde la mirada a lo lejos mientras tiene la belleza a sus pies, y la belleza escribe el comienzo de su fin.

Ni siquiera los animales se libran de esta dura y fina ley. Por ejemplo: si hablase, a este gato, cínico y sibarita,


no le quedaría más remedio que reconocer su irredimible fealdad en comparación con la sobria, sólida y fiel belleza de este perro:


Alguien poco avezado en la belleza no dejará de encontrar en los cementerios llamativas representaciones tétricas,


o lacrimosas


de la muerte, y quizá, como en este último ejemplo, sienta una especie de contrasentido estético que no pueda resolver por la vía de la sinceridad, que es la de la sensualidad, para llegar a la belleza.

Desde luego, este personaje no tendrá problema en solazarse en esos otros cementerios llamados museos, y podrá deleitarse en la consentida contemplación de hermosos traseros


y lánguidos y poderosos cuerpos yacentes:


En el cementerio del museo, el arte prodiga la mentira necesaria para hacer de lo inerte algo vivo y facilitar, por lo tanto, un acceso a la belleza tan falaz como libre de culpa y con el encanto de lo aparentemente transgresor.

El visitante lego en belleza será, por lo tanto, ese turista a lo Flaubert en su viaje a Oriente que se regodeaba en la visión de y en el contacto con tersos senos de piedra. Pero ¿sentirá en mitad del cementerio el cosquilleo de este desnudo?


¿El intranquilizador prurito ante esta joven?


¿La tensión del brazo que sin aviso tiende hacia esta boca?


No parece probable. El arte es lo más mentiroso que existe y solo así logra su objetivo: comunicar con lo inerte, con su verdad y su belleza. Lo inerte, entonces, mendiga el favor del genio para que lo haga saber:


La muerte, en definitiva, le sienta bien a la belleza, y el arte trabaja a favor de lo inerte a través de la vida para hacer sentir la belleza. Es así como uno ve de lejos el cuadro atribuido a Lucas van Valckenborch I, La matanza de los inocentes, y comienza a acercarse a él atraído por la bucólica e inquietante dulzura del paisaje invernal para, ya a unos centímetros del óleo, comprobar que la nieve es el sudario sobre el que se celebra el triunfo de la muerte.


[Origen de la imagen: http://www.museothyssen.org/]

La mirada ha de atravesar la dura piel de la piedra para descubrir bajo la lápida la tersura, por ejemplo, de una belleza como la de madame Récamier.


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