domingo, 19 de mayo de 2013

La paz en el infierno es el absurdo. Sobre el dogma científico aplicado a la vida


Nada hay más tranquilizador que el dogma del azar introducido por la ciencia como explicación de lo que no puede explicar y como sustituto de la confesión de ignorancia. Este dogma, que desde hace casi doscientos años se ha convertido en materia de fe, es decir, en una estructura gnoseológica que de manera acrítica se aplica a los fenómenos para no pensar sobre ellos (como durante siglos en Occidente funcionó el dogma religioso), que no es otra cosa que el dogma del sinsentido, del absurdo, cumple una función vital: da paz a las conciencias, las tranquiliza y, en última instancia, hace tan soportable la vida como el dogma religioso que, al contrario que este, dotaba a la vida de sentido y la hacía igual de soportable. A la postre, tanto la solución del absurdo científico como la del sentido religioso provocan las mismas consecuencias y, me atrevería a decir, estadísticamente en la misma proporción.

Desde el momento en que la vida del hombre es, básicamente, tiempo, conocimiento y el otro(yo), no queda más remedio que concluir que la vida se compone de destrucción, inutilidad y estupidez. El tiempo nos estructura en fragmentos: una vez en el tiempo, estamos rotos en pasado, presente y futuro. Y no solo aparecemos ya en la ruptura, sino que vamos siendo inexorablemente destruidos. La vida del hombre, así, no encuentra otro quehacer esencial que vérselas constantemente con su sustancia como ignorancia acerca del pasado, el presente y el futuro: la estructura del tiempo lo condena a la memoria y a la predicción como inevitables modos de vivir la vida en cuanto que conocimiento y, paradójicamente, salida de la ignorancia que es. El conocimiento es inútil como solución al tiempo porque reproduce, con su estructura interna de no saber-saber, la estructura del tiempo. Por su parte, el otro no deja de estar ahí esencialmente como uno mismo: si uno nunca sabe quién es y aplica el pensamiento para tratar de saberse, el otro es la proyección de la propia conciencia, es otro yo del que se sabe que piensa pero se ignora qué piensa. Al otro solo se le puede tratar como a uno mismo: se le intenta conocer y en la mayor parte de los casos se acaba sabiendo que su ignorancia no solo es imponderable, sino que está enferma del mal de la falta de lucidez.

Por lo tanto, la vida es destrucción, inutilidad y estupidez. Y si es esto, la vida es el infierno, pues no parece imaginable una tortura semejante ni más cruel que este nacer roto para ser destruido en medio de estúpidos sin llegar a nada porque lo único que se puede saber es que nada se sabe y ese conocimiento es inútil para hacer de la vida algo que no sea un infierno. Y esta es la cuestión. Si uno fuese religioso, tendría que ser budista, pues no hay infierno peor que la vida y el mundo, así que la amenaza de un tormento eterno en la otra vida sería un castigo risible, pues el mero hecho de ser eterno eliminaría el tiempo y la tortura sería menor. Pero si es budista tendría que admitir que este infierno sigue un orden moral, tendría un sentido, y es precisamente este estar dotada de sentido la realidad lo que convierte la vida en un infierno. En el fondo, la religión impide que la conciencia se tranquilice con facilidad porque el infierno ha sido creado y tiene sentido. Y esto es bastante molesto.

Así pues, solo la ciencia con su dogma del azar y el absurdo consiguiente aporta paz y tranquilidad a las conciencias: el mundo carece de órdenes inherentes, tanto físicos como morales, y, por consiguiente, es solo un juego de formas regido por aleatorios choques de fuerzas. La conciencia diseñada por la ciencia, igual que la diseñada por la religión, puede decirse: “Esto es así. No hay nada más que pensar. La vida se vive”. La conciencia queda adormecida por una solución que no soluciona nada, como cerrar los ojos no elimina lo horrible pero consigue que lo horrible no moleste a los sentidos.

Sin embargo, decir que la vida (se) vive es incompleto: la vida (se) vive y (se) piensa. Es esto último lo que establece órdenes de valor que, por mucho que se cierren los ojos y se mienta, obran de manera implacable como pesadillas que de vez en cuando aparecen para recordarnos qué es el infierno. El papel que juega el otro(yo) en todo esto no es más que el de catalizador de posibilidades del pensar, pues no es cierto que la felicidad haga que no se piense y que la vida se viva en una especie de flujo “natural” y paradisíaco, sino que hace que se piensen posibilidades que no se piensan cuando el otro(yo) hace que nos enfrentemos constantemente con el infierno a través de su estupidez.

Que la ciencia, como nueva religión, es decir, como la última fábrica conocida de consuelo, aporte paz al mundo a través del sinsentido, es algo que se les pasó por alto a los existencialistas, pues no hay nada más alejado del absurdo que la angustia. De ahí que haya que revisar buena parte de la filosofía desde Kierkegaard hasta el presente para librar de conclusiones erróneas a las conciencias que hoy en día las heredan y manejan como dogmas que les impiden dormir hasta el coma absoluto.

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